La enfermedad es un pensamiento sin Amor

Comparto hoy con los lectores una preciosa historia que me llegó a través de la página de Rita Calderón. Si me pidieran que hiciera una lectura simbólica de esta anécdota, diría que el mensaje que su alma quiso transmitirle a este hombre es que su niño interior posee un alto poder de sanación.

Ya hemos visto en numerosas ocasiones desde estas páginas que el niño interior es la pureza, la frescura, la ternura, la ingenuidad filosófica, la espontaneidad, la sinceridad, la inocencia, la humildad, las ganas de jugar, divertirse, el no condicionamiento. Es el estar fuera de matrix, del mundo de la programación. Es la imaginación, la alegría, la ausencia de creencias, como no sea creer que todo es posible. Los niños también simbolizan los nuevos impulsos de la psique, los que nos llevan a renovarnos, a salir de la rutina.

Estas son las actitudes que eran susceptibles de sanar la psique estresada de este hombre, la cual se manifestó a través de su dolor de muelas. Sus hijos, que a estas edades están influenciados y guiados por los ángeles Serafines, captaron inconscientemente la historia y le transmitieron el mensaje de la mejor forma que pudieron, es decir con muchos mimos y atenciones. El amor siempre nos sana y nos renueva, sin embargo, la lectura iba mucho más allá...

“Hace algunos meses, me aquejaba un fuerte dolor de muelas: pese a
estar más cerca de los cuarenta que de los treinta, una testaruda cordal
-popularmente conocida como "muela del juicio"- se abría paso a través de
mis encías.

La situación se prolongó durante una semana. A diario, inspeccionaba
en el espejo las evoluciones de mi nueva pieza dental. De pronto, en plena
madurez, experimentaba la maravilla de ver nacer algo nuevo en mi cuerpo:
¡mi encía estaba pariendo una muela! Pero, al mismo tiempo, los dolores que
padecía por causa de aquel parto eran indescriptibles.

Sólo los calmantes conseguían atenuar mi malestar. Con los días, al
taladrante dolor de la cordal se sumaron otros síntomas: aguda inflamación
de garganta; mucosidad en la nariz; escalofríos; fiebre. La infección era
obvia. Mi esposa y los compañeros de trabajo insistían en que consultase a
un dentista. No obstante, una combinación de machismo tropical y ciega fe en
que el problema tarde o temprano se resolvería por sí sólo -así como una
explicable fobia a las manipulaciones odontológicas- me mantuvieron alejado
de los consultorios.

Al séptimo día, aún me prodigaba en gargarismos, lavados y grageas
calmantes -sin que mi situación mejorara. En búsqueda de ayuda metafísica,
hojeé el clásico libro de Louise L. Hay "Sana tu Cuerpo". Leí: "Problemas en
los dientes: indecisión mantenida durante mucho tiempo". Bueno, aquella
cordal se había tomado casi cuatro décadas en salir. algo retrasada, como
otras cosas de mi vida.

La afirmación (o decreto de poder) que Louise L. Hay recomendaba
para sanar mi dolencia decía así: "Tomo mis decisiones basándome en los
principios de la Verdad y descanso tranquilo sabiendo que en mi vida sólo
obra la Recta Acción". Confieso que la leí con poco entusiasmo (el dolor
ofuscaba mis sentidos, tanto físicos como espirituales) y no volví a
repetirla durante el resto del día. No obstante, la Verdad y la Recta Acción
iban darme una grata sorpresa algunas horas más tarde.

Acudí a mi trabajo como suelo hacerlo a diario. Funjo como jefe de
prensa en una institución cultural de la ciudad de Caracas. Aunque traté de
sumergirme en la amena rutina de compilar resúmenes informativos, redactar
gacetillas para los periódicos, diligenciar la publicación de avisos
publicitarios, entre otras ocupaciones, mis síntomas se acentuaban.

A las tres de la tarde, la fiebre me agostaba; francamente, me sentía como una
piltrafa. Tomé un taxi, regresé al hogar. A las 3:30 p.m., me eché como un
fardo en el sofá, hecho una sopa de dolor, sudor y escalofríos.

Aparte de mi deplorable estado, me preocupaba el hecho de que
aquella noche debía hacer las veces de maestro de ceremonias en un
importante evento. Claro, siempre podía llamar a un substituto, pero sucedía
que me interesaba realizar aquella presentación porque quería conocer a un
par de personalidades del cine y la música. Decidí que si me sentía igual de
mal (o peor) a las 4:15 p.m. llamaría a un colega para que me supliera.

Dios me ha concedido la ventura de engendrar dos hijos maravillosos.
El mayor (de seis años) se condolió de mí y se me acercó. "¿Qué te pasa,
papá?", preguntó. Melodramáticamente exclamé: "Me siento malísimo. ¡es que
me duele una muela!".

Respondió: "Tú te vas a mejorar pronto porque eres el
mejor papá del mundo" (cosa de la cual no estoy seguro, pero él sí) y empezó
darme besos, besos y más besos. Al poco rato, mi hija pequeña -que tiene año
y medio, pero ya sabe subirse al sofá- se me trepó encima para prodigarme
cariños. Así yacieron sobre mí un buen rato, propinándome toda suerte de
amapuches.

Tras aplicarme esa inocente terapia de ternuras, volvieron a sus
juegos cotidianos.

Pasaron diez, quince minutos y yo seguía derrumbado en el sofá...
inerme, como un árbol talado. Y sin embargo,de repente,me di cuenta¡qué no me dolía nada! Pero lo que se dice nada de nada. Siete días de achaques, escalofríos. ¡se esfumaron en un instante santo!

La molestia de mi garganta ya no pungía. Mi nariz se había
despejado: respiraba con fluidez. Mi temperatura corporal volvía a la
normalidad.

Atónito, me erguí y fui al baño; me inspeccioné en el espejo: allí
seguía mi cordal, recordándome mi falta de juicio por no haber solicitado
ayuda odontológica durante la última semana. ¡y por experimentar aquel
alivio tan instantáneo, inexplicable, repentino!

Esperé hasta las 5:00 p.m. Me sentía cada vez mejor.

Me vestí. Acudí al evento: lo presenté con eficacia. Conversé con
aquel par de personalidades que me interesaba conocer; me fue de maravilla.
Regresé a casa: dormí como un lirón durante ocho horas, sin malestares
físicos que perturbaran mi sueño. ¡y con la dicha de saber que el día
siguiente era sábado!

Besos, abrazos, caricias, palabras afectuosas. gestos sanadores en
su total inocencia, en su amorosa incondicionalidad: ante mi falta de fe,
propia del adulto escéptico, la Verdad y la Recta Acción que Louise L. Hay
me había anunciado llegaron a través del tierno contacto terapéutico de mis
hijos.

"Tú te vas a mejorar pronto." había predicho -con cariñosa
seguridad- Juan Rodrigo, el mayor. Por algo Jesús de Nazareth sentenció
alguna vez: "Debéis ser como niños para entrar en el Reino de los Cielos".


La enfermedad es un pensamiento desprovisto de paz

Kenneth Wapnick asegura que la enfermedad "es un conflicto en la
mente (culpa) que se desplaza al cuerpo". Sobre este tópico, asevera Sondra
Ray: "Cuando alguien parezca estar enfermo, no nos pongamos de parte de la
enfermedad (tal como hizo mi hijo Juan Rodrigo). Creer que un Hijo de Dios
puede estar enfermo es creer que una parte de Dios puede sufrir. Cuando
alguien está enfermo es porque no sabe que posee en sí mismo la paz que
pidió. Aceptemos que Dios está dentro de nosotros. ¡esto nos devolverá el
conocimiento del amor de Dios, que habíamos olvidado! De esta manera,
aceptaremos la paz existente en Él".

La enfermedad es falta de paz: es una percepción neurótica donde los
pensamientos negativos de culpa, miedo e ira han sustituido al Ser Superior
en el altar de nuestra mente. La enfermedad es un signo de cómo nos juzgamos
a nosotros mismos. Es un símbolo claro de nuestro alejamiento del Amor:
sanar -por tanto- es una señal de que hemos vuelto a Él. Volver al Amor es
volver a Dios: y gracias al Cielo, en mi caso particular, dispongo de un par
de pequeños maestros que me lo recuerdan todos los días.

Sabiamente, ha escrito Marianne Williamson: "nuestro cuerpo no es
más que una pantalla en blanco sobre la cual proyectamos nuestros
pensamientos. La enfermedad es la materialización de un pensamiento sin
amor". Por tanto, la salud consiste extender la realidad del amor en cada
cosa que hagamos, en cada palabra que pronunciemos, en cada sonrisa que
obsequiemos, en cada beso y abrazo que prodigamos, en cada pensamiento que
cultivemos.

Cada segundo del día que no dediquemos a la extensión del amor es
una oportunidad que perdemos de sanarnos y sanar al entorno que nos rodea.
Desde esta perspectiva, no hay tarea insignificante, no hay acción sin
importancia, no hay pensamiento intrascendente.

La oportunidad de sanar -vale decir, de volver a Dios y al Amor-
está siempre a la vuelta de la esquina: cuando tomamos una decisión desde
nuestro despacho laboral; cuando atendemos a los clientes que requieren de
nuestros servicios; cuando enviamos bendiciones a un amigo o amiga a través
de un correo electrónico; cuando preparamos la comida para la familia;
cuando oramos en la silenciosa intimidad de nuestros aposentos; cuando
abrazamos a nuestros hijos o cuando ellos nos abrazan a nosotros.

En este instante, tú y yo tenemos la chance de sanar ese añejo
rencor, ese molesto achaque, esa dolencia crónica, esa mente adolorida y
encabritada. Comunícate con el Yo Superior que habita en tu seno y ábrele
-de par en par- las remozadas puertas de tu Alma.

Marianne Williamson, en un pasaje particularmente inspirado, ha
escrito:


El Cristo responde plenamente
a nuestra menor invitación.

Con nuestras oraciones Lo invitamos a entrar,
a Él que ya está dentro.

Cuando oramos, hablamos con Dios.
Y Él nos responde con milagros.

La interminable cadena de comunicaciones
entre amado y amante,
entre Dios y el ser humano,
es la canción más hermosa,
el poema más dulce.
Es el arte supremo y más apasionado.


A mí, humildemente, sólo me resta decir: que así sea para nosotros,
amado lector o lectora. Amén.”

Carmelo Urso

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